Toda
muerte violenta -ya sea la que comete el estado fascista, el
liberal, el revolucionario, el comando guerrillero, la patota
neonazi o la muerte absurda y gratuita de los asaltantes callejeros
de fin de siglo- es una aplicación de una pena, una pena concreta y
notoria: la pena de muerte. Es esta la pena
que le disticutimos al Estado su derecho de aplicar. Como dice un
concepto que impulsa Amnisty International: si matar es malo, ¿por
qué mata el Estado?. Tratemos de elucidarlo.
Entre
1976 y 1983 la Argentina vivió bajo la impiedad de un Estado
criminal. Regía una pena de muerte silenciosa, cruel, no
explicitada, sin tribunales ni jueces. Todos sabían sobre los
horrores cotidianos. De una forma u otra, con mayor o menor
conciencia. La mayoría confiaba en sobrevivir al margen de un
estado de cosas que había llegado demasiado lejos. Y la certeza de
no poder incidir en los acontecimientos convalidaba la actitud
medrosa, cobarde, mezquina de dar vuelta la cabeza. El miedo no
puede legitimar ninguna ética, y sólo conduce a aberraciones
insostenibles.
La
mayor aberración radicaba en el conocimiento y la aceptación de lo
que ocurría. Nadie ignoraba que el estado aplicaba a mansalva la
pena de muerte. Pero (y ésta era una de las justificaciones
más fuertes) la aplicaba también la habían aplicado, o contra
quienes habían tenido algo que ver, contra los que "algo habrán
hecho". Lo que tranquilizaba a los buenos argentinos era:
"El Estado mata culpables". O "ellos lo quisieron así".
O "mueren en la ley que eligieron. La ley y la única forma política
en que puede expresarse (es decir, la democracia) estaban
fuera de moda. Absolutamente fuera del espíritu de los tiempos.
El
que acepta la pena de muerte busca siempre (porque sabe que la
necesita) una justificación poderosa. Todas, en última
instancia, consisten en indagar en el Estado un paralelo de la
crueldad de los homicidas. Si antes, fuera de la democracia, se
dijo: "Los subversivos mataron, es natural que sean
muertos", y se aceptó la muerte silenciosa, hoy, dentro de la
democracia, se pide la muerte estridente, con jueves, tribunales y
medios de comunicación. El motivo es el mismo "Estamos
asustados". La propuesta es la misma: "Maten para
tranquilizarnos". No es casual que conspicuos progresistas, ideólogos
y dinamizadores de la dictadura pidan hoy, por televisión y con
mucho rating, la pena de muerte. Llevan la muerte en el alma. Están
acostumbrados a creer que hay seres humanos irrecuperables. Que, en
determinado momento, al Otro, siempre, hay que matarlo. Antes, la
excusa era el ataque a las instituciones por medio de la subversión.
Hoy la excusa es la infinita desdicha de un hombre a quien le han
arrebatado la vida de un hijo. Que este hombre, aturdido por su
dolor, incurra al odio y la venganza sea tal vez comprensible. Pero
que los viejos inquisidores procesistas se monten sobre este dolor
para pedir, una vez más, lo que siempre han pedido, la muerte, es
injustificable.
Estoy
contra la pena de muerte (y lo estoy muy especialmente en este país
que desborda cadáveres) porque es pedir que el Estado, hoy, haga de
modo público lo que hizo en el pasado, secretamente: matar. Ninguna
atrocidad justifica entregar al Estado Democrático a la atrocidad
de matar. Que en lugar de pedir la pena de muerte y querer
transformar el Estado democrático en un Estado verdugo se luche por
la eficacia de la justicia y la transparencia de las fuerzas
policiales.
Este
debate ya ha sido resuelto en todas las conciencias limpias del
mundo. Me avergüenza tener que discutirlo otra vez en la Argentina.
El padre que pide la pena de muerte para el asesino de su hijo no
pide justicia, pide vanganza; cree que en la muerte del victimario
va a calmar su dolor. En realidad, debería agregarle el dolor de
otra muerte.
Sólo
sugeriría detenernos en algo muy situado: la ejecución del
condenado a muerte. En un texto de 1957 (un texto para el que se
documentó minuciosamente), Albert Camus narraba que en 1914, en
Argel, se condenó a la guillotina al asesino de toda una familia de
agricultores, niños incluidos. "La opinión más generalizada
era que la decapitación constituía una pena demasiado benigna para
semejande mounstro". Su padre, sigue Camus, particularmente
indignado por la muerte de los niños, se vistió y, muy temprano,
marchó hacia el lugar del suplicio, ya que deseaba presenciarlo,
deseaba ver con sus propios ojos cómo se hacía justicia con el
mounstro. "De lo que vió aquella mañana no dijo nada a nadie.
Mi madre cuenta únicamente que volvió de prisa y corriendo, con el
rostro desencajado, se negó a hablar, se tumbó un momento en la
cama y de repente empezó a vomitar".
El
asesinato del Estado es tan bestial como cualquier otro asesinato. Y
tiene el pavoroso peligro de acostumbrar al Estado a matar. Si Aquí,
en la Argentina, el Estado llegara a matar jurídicamente, las otras
muertes del poder (desde el gatillo fácil de nuestras policías
bravas hasta la soberbia de un automovilista que no va a detener su
coche para complicarse y recoger del pavimento a un "peatón
imprudente", se multiplicarían. Alguien dirá
"si a usted, como a mí, me le mataran un hijo, pensaría
distinto". Es posible. En un caso así es posible que el
infinito dolor hiciera de mí un ser oscuro y vengativo. Pero ése
ya sería otro, no sería yo. Y nadie debería hacerme caso. Sólo
deberían compadecer mi dolor y desear que el odio no continuara
encegueciéndome.
El
crimen del Estado no tiene ni el atenuante de la pasión. No
hay un crimen más frío, más deliberado, más cruelmente racional
que el del Estado.
Se dice de los asesinos que son psicópatas,
seres aberrantes, irrecuperables. ¿Por qué extraña razón podría
el Estado matar y ser Sano? Un estado que mata es un estado enfermo.
Es un estado que, matando, se declara irrecuperable. El crimen del
Estado es de una lentitud infinitamente cruel. De una premeditación
enfermiza. La inyección letal. La cámara de gas. La silla eléctrica.
Es muy abstracto hablar de pena de muerte sí o pena de muerte no.
Hay que obligar a los partidarios de la pena de muerte a que
describan el método de eliminación que proponen. Hay que
invitarlos a un prpgrama de televisión y pedirles que narren cómo
habrían de ser eliminadoso los irrecuperables de la sociedad.
Inevitablemente, tendrían que hablar de la inyección letal. O de
la silla eléctrica. Tendrían que describir al irrecuperable
entrando en la sala de ejecuciones. Al verdugo atando sus manos a la
silla. O preparando la inyección letal. O dejando fluir lentamente
el gas. Entre tanto, nosotros miraríamos sus caras. Las caras de
los defensores de la pena de muerte. Y nos costaría mucho
distinguir esas caras de las caras de los asesinos. Y nos costaría
mucho no encontrar en esas caras el macabro plus de la frialdad, de
la premeditación, de la alevosía.
Así,
la erradicación de la pena de muerte es uno de los objetos
esenciales para la construcción de un estado democrático, que debe
estar siempre al servicio del respeto por la vida. En Estados
Unifos no ocurre tal cosa en los estados sureños, en Texas, en
Virginia. Allí la pena de muerte se acepta como derecho natural del
Estado. En Argentina -una y otra vez- se vuelve a insistir con el
tema. Y, en los últiimos años, el más ardiente defensor de la
pena máxima fue el mismísimo Presidente de la República. De ahí
nuestra insistencia en el tema.
Cuando
se discute con los defensores de la pena de muerte se suele decir
"toda persona es recuperable". Aquí, ellos se encrespan,
pierden la paciencia, no lo pueden aceptar. No pueden aceptar que
esos "monstruos" que han asesinado cruelmente sean
recuperables. La respuesta sólo puede ser una: uno no sabe si toda
persona es recuperable, sólo sabe que todos, absolutamente todos,
merecen la posibilidad de recuperarse. Es esta posibilidad la que la
pena de muerte clausura. Para entendernos aún más: es muy probable
que luego de 20 años de prisión un asesino continúe siendo tan
peligroso como el mismísimo día que cometió el asesinato. Pero
también es probable que no. Que luego de 20 años de cárcel un
asesino del pasado se haya recuperado para sí mismo, y para la
sociedad y para toda la vida. Todos merecemos una segunda
oportunidad. Por eso no decimos que todos los seres humanos son
recuperables. Sólo decimos que todos merecen la oportunidad de la
recuperación.
Para
llevar el tema al espacio ético y político argentino, yo no creo
que Alfredo Astiz sea recuperable. Creo que el desprecio porla vida
ha penetrado tan hondamente en su ser que nada podrá arrancarlo de
ahí. Pero no le negaría la posibilidad de recuperación. Y menos aún:
jamás aceptaría su muerte a manos de la justicia de un estado
democrático. Un estado que ordenara la muerte de Astiz se incluiría
en el mismo espacio moral que el siniestro capitán de la ESMA: el
del asesinato, el de la inhumanidad. Si matar está mal, ¿por qué
milagrosa razón podría matar el Estado y con ello lograr el bien?
La
pena de muerte no reduce delitos.
En el texto que hemos
citado -Reflexiones sobre la Guillotina- Camus narra (siguiendo un
relato de Dickens) que, durante la decapitación de un carterista,
numerosos carteristas robaban las billeteras de los macabros
curiosos que habían asistido a la decapitación. En el estado de
Texas, los robustos y duros sureños, que se jactan de no tener
clemencia, estuvieron ansiando la muerte de Karla Kaye Tucker. Ella,
a los 23 años, asesinó a golpes de pico a un hombre (Jerry Lyan
Dean) y a su amante (Deborah Thornton). Pero ese acto no fue el único
acto en la vida de Karla Tucker. Luego la encarcelaron, luego se
entregó la pasión religiosa y, desde entonces, han transcurrido 14
años. Sin embargo, la siguen llamando "La Asesina del
Pico". Lo que significa congelar a una persona en uno solo de
los actos de su vida. Todos cometimos actos de los que nos
avergonzamos. No nos gustaría que nos inmortalizaran en ellos, y
nos endilgaran un apelativo que surgiera de allí.
Por
ejemplo: "El borracho del año nuevo de 1984". Una parte
esencial de la grandeza del texto de Luigi Pirandello, "Seis
personajes en busca de un autor", reposa en esta reflexión: el
padre se niega a ser cosificado en uno solo de los actos de su
vida. No niega la indignidad de ese acto, pero reclama que no se
busque agotar en él su entera existencia. Es cierto que el acto de
Karla Tucker fue un acto horrendo. Pero la dimensión de ese horror
debe potenciar la generosidad de la justicia. Karla no es solamente
la "asesina del pico". También es la mujer que se casó
con un pastor evangelista. O la que leyó esmeradamente la biblia. O
la que grabó videos contra la droga. O la que no quería morir.
Karla es, también, todos, cada uno de los actos de su vida que
realizó durante los años previos a su crimen y durante los años,
los largos catorce años que le siguieron. Nadie es algo. O más
precisamente: nadie es uno de los actos de su vida, por horrendo o
santo que haya sido. Ningún acto nos define para siempre. Y en ese
futuro se juega nuestra salvación o nuestra perdición. La pena de
muerte niega la primera de las posibilidades.
Al
matarla, el asesino es el Estado de Texas. Y sin atenuantes. Porque
Karla asesinó una noche en que estaba estragada por el alcohol y la
heroína, pero los duros justicieros de Texas la mataron con una
frialdad y una precisión escalofriantes. Cargaron la inyección
letal, clavaron la aguja en el cuerpo de Karla y- muy
cuidadosamente- dejaron fluir el líquido de la muerte. Y luego, con
macabra solemnidad, alguien la declaró muerta, declarando muerta la
justicia en el estado de Texas.
Los
estados del sur son estados de hombres duros. Gente que cree en
Dios, en la familia, la propiedad y la ejemplaridad del castigo. Lo
que nos lleva al papel del sacerdote en la pena de muerte. Es el que
se acerca a la víctima para que ésta limpie su conciencia, se
encomiende a Dios, entregue su alma, etc. Luego dice a los verdugos:
"su alma está limpia". Con lo que limpia el alma de los
verdugos. El alma del ajusticiado "Está en manos de
Dios". El papel del sacerdote en la pena de muerte es tan
indigno como el del médico en la tortura. El médico dice:
"Todavía puede aguantar más". O dice "Llegó al límite".
O dice: "Está muerto". El cura dice: "Su alma está
limpia", les está diciendo "pueden matarlo". Está
alivianando el alma de los verdugos. Es tranquilizador matar a un
hombre que ya reposa, protegido, para siempre en el corazón de lo
sagrado. Los verdugos, se dicen "Está en manos de Dios.
Podemos sacárnoslo de encima sin culpa alguna". Dentro del
drama que instala la pena de muerte el papel del cura no es -como
suele creerse o se postula- auxiliar al condenado: es exculpar,
tranquilizar a los verdugos.
Si
alguien no lo cree así, hagamos la siguiente prueba: qué pasaría
si ningún sacerdote aceptara confortar a un condenado en sus últimos
instantes? Qué pasaría si ningún sacerdote aceptara incluirse en
el macabro esquema de la pena de muerte? Los verdugos matarían en
pecado. Sabrían que no depositan a sus víctimas en manos de Dios,
si no que las arrojan sin piedad al infierno, en manos del Demonio,
tal como en verdad desean hacerlo. Tal como los sacerdotes les
ayudan a creer que no lo hacen.
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