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Reflexiones sobre 
la Pena de Muerte

 

 

José Pablo Feiman 

Toda muerte violenta -ya sea la que comete el estado fascista, el liberal, el revolucionario, el comando guerrillero, la patota neonazi o la muerte absurda y gratuita de los asaltantes callejeros de fin de siglo- es una aplicación de una pena, una pena concreta y notoria: la pena de muerte. Es esta la pena que le disticutimos al Estado su derecho de aplicar. Como dice un concepto que impulsa Amnisty International: si matar es malo, ¿por qué mata el Estado?. Tratemos de elucidarlo.

Entre 1976 y 1983 la Argentina vivió bajo la impiedad de un Estado criminal. Regía una pena de muerte silenciosa, cruel, no explicitada, sin tribunales ni jueces. Todos sabían sobre los horrores cotidianos. De una forma u otra, con mayor o menor conciencia. La mayoría confiaba en sobrevivir al margen de un estado de cosas que había llegado demasiado lejos. Y la certeza de no poder incidir en los acontecimientos convalidaba la actitud medrosa, cobarde, mezquina de dar vuelta la cabeza. El miedo no puede legitimar ninguna ética, y sólo conduce a aberraciones insostenibles.

La mayor aberración radicaba en el conocimiento y la aceptación de lo que ocurría. Nadie ignoraba que el estado aplicaba a mansalva la pena de muerte. Pero (y ésta era una de las justificaciones más fuertes) la aplicaba también la habían aplicado, o contra quienes habían tenido algo que ver, contra los que "algo habrán hecho". Lo que tranquilizaba a los buenos argentinos era: "El Estado mata culpables". O "ellos lo quisieron así". O "mueren en la ley que eligieron. La ley y la única forma política en que puede expresarse (es decir, la democracia) estaban fuera de moda. Absolutamente fuera del espíritu de los tiempos.

El que acepta la pena de muerte busca siempre (porque sabe que la necesita) una justificación poderosa. Todas, en última instancia, consisten en indagar en el Estado un paralelo de la crueldad de los homicidas. Si antes, fuera de la democracia, se dijo: "Los subversivos mataron, es natural que sean muertos", y se aceptó la muerte silenciosa, hoy, dentro de la democracia, se pide la muerte estridente, con jueves, tribunales y medios de comunicación. El motivo es el mismo "Estamos asustados". La propuesta es la misma: "Maten para tranquilizarnos". No es casual que conspicuos progresistas, ideólogos y dinamizadores de la dictadura pidan hoy, por televisión y con mucho rating, la pena de muerte. Llevan la muerte en el alma. Están acostumbrados a creer que hay seres humanos irrecuperables. Que, en determinado momento, al Otro, siempre, hay que matarlo. Antes, la excusa era el ataque a las instituciones por medio de la subversión. Hoy la excusa es la infinita desdicha de un hombre a quien le han arrebatado la vida de un hijo. Que este hombre, aturdido por su dolor, incurra al odio y la venganza sea tal vez comprensible. Pero que los viejos inquisidores procesistas se monten sobre este dolor para pedir, una vez más, lo que siempre han pedido, la muerte, es injustificable.

Estoy contra la pena de muerte (y lo estoy muy especialmente en este país que desborda cadáveres) porque es pedir que el Estado, hoy, haga de modo público lo que hizo en el pasado, secretamente: matar. Ninguna atrocidad justifica entregar al Estado Democrático a la atrocidad de matar. Que en lugar de pedir la pena de muerte y querer transformar el Estado democrático en un Estado verdugo se luche por la eficacia de la justicia y la transparencia de las fuerzas policiales.

Este debate ya ha sido resuelto en todas las conciencias limpias del mundo. Me avergüenza tener que discutirlo otra vez en la Argentina. El padre que pide la pena de muerte para el asesino de su hijo no pide justicia, pide vanganza; cree que en la muerte del victimario va a calmar su dolor. En realidad, debería agregarle el dolor de otra muerte.

Sólo sugeriría detenernos en algo muy situado: la ejecución del condenado a muerte. En un texto de 1957 (un texto para el que se documentó minuciosamente), Albert Camus narraba que en 1914, en Argel, se condenó a la guillotina al asesino de toda una familia de agricultores, niños incluidos. "La opinión más generalizada era que la decapitación constituía una pena demasiado benigna para semejande mounstro". Su padre, sigue Camus, particularmente indignado por la muerte de los niños, se vistió y, muy temprano, marchó hacia el lugar del suplicio, ya que deseaba presenciarlo, deseaba ver con sus propios ojos cómo se hacía justicia con el mounstro. "De lo que vió aquella mañana no dijo nada a nadie. Mi madre cuenta únicamente que volvió de prisa y corriendo, con el rostro desencajado, se negó a hablar, se tumbó un momento en la cama y de repente empezó a vomitar".

El asesinato del Estado es tan bestial como cualquier otro asesinato. Y tiene el pavoroso peligro de acostumbrar al Estado a matar. Si Aquí, en la Argentina, el Estado llegara a matar jurídicamente, las otras muertes del poder (desde el gatillo fácil de nuestras policías bravas hasta la soberbia de un automovilista que no va a detener su coche para complicarse y recoger del pavimento a un "peatón imprudente", se multiplicarían. Alguien dirá "si a usted, como a mí, me le mataran un hijo, pensaría distinto". Es posible. En un caso así es posible que el infinito dolor hiciera de mí un ser oscuro y vengativo. Pero ése ya sería otro, no sería yo. Y nadie debería hacerme caso. Sólo deberían compadecer mi dolor y desear que el odio no continuara encegueciéndome.

El crimen del Estado no tiene ni el atenuante de la pasión. No hay un crimen más frío, más deliberado, más cruelmente racional que el del Estado
Se dice de los asesinos que son psicópatas, seres aberrantes, irrecuperables. ¿Por qué extraña razón podría el Estado matar y ser Sano? Un estado que mata es un estado enfermo. Es un estado que, matando, se declara irrecuperable. El crimen del Estado es de una lentitud infinitamente cruel. De una premeditación enfermiza. La inyección letal. La cámara de gas. La silla eléctrica. Es muy abstracto hablar de pena de muerte sí o pena de muerte no. Hay que obligar a los partidarios de la pena de muerte a que describan el método de eliminación que proponen. Hay que invitarlos a un prpgrama de televisión y pedirles que narren cómo habrían de ser eliminadoso los irrecuperables de la sociedad. Inevitablemente, tendrían que hablar de la inyección letal. O de la silla eléctrica. Tendrían que describir al irrecuperable entrando en la sala de ejecuciones. Al verdugo atando sus manos a la silla. O preparando la inyección letal. O dejando fluir lentamente el gas. Entre tanto, nosotros miraríamos sus caras. Las caras de los defensores de la pena de muerte. Y nos costaría mucho distinguir esas caras de las caras de los asesinos. Y nos costaría mucho no encontrar en esas caras el macabro plus de la frialdad, de la premeditación, de la alevosía.

Así, la erradicación de la pena de muerte es uno de los objetos esenciales para la construcción de un estado democrático, que debe estar siempre al servicio del respeto por la vida. En Estados Unifos no ocurre tal cosa en los estados sureños, en Texas, en Virginia. Allí la pena de muerte se acepta como derecho natural del Estado. En Argentina -una y otra vez- se vuelve a insistir con el tema. Y, en los últiimos años, el más ardiente defensor de la pena máxima fue el mismísimo Presidente de la República. De ahí nuestra insistencia en el tema.

Cuando se discute con los defensores de la pena de muerte se suele decir "toda persona es recuperable". Aquí, ellos se encrespan, pierden la paciencia, no lo pueden aceptar. No pueden aceptar que esos "monstruos" que han asesinado cruelmente sean recuperables. La respuesta sólo puede ser una: uno no sabe si toda persona es recuperable, sólo sabe que todos, absolutamente todos, merecen la posibilidad de recuperarse. Es esta posibilidad la que la pena de muerte clausura. Para entendernos aún más: es muy probable que luego de 20 años de prisión un asesino continúe siendo tan peligroso como el mismísimo día que cometió el asesinato. Pero también es probable que no. Que luego de 20 años de cárcel un asesino del pasado se haya recuperado para sí mismo, y para la sociedad y para toda la vida. Todos merecemos una segunda oportunidad. Por eso no decimos que todos los seres humanos son recuperables. Sólo decimos que todos merecen la oportunidad de la recuperación.

Para llevar el tema al espacio ético y político argentino, yo no creo que Alfredo Astiz sea recuperable. Creo que el desprecio porla vida ha penetrado tan hondamente en su ser que nada podrá arrancarlo de ahí. Pero no le negaría la posibilidad de recuperación. Y menos aún: jamás aceptaría su muerte a manos de la justicia de un estado democrático. Un estado que ordenara la muerte de Astiz se incluiría en el mismo espacio moral que el siniestro capitán de la ESMA: el del asesinato, el de la inhumanidad. Si matar está mal, ¿por qué milagrosa razón podría matar el Estado y con ello lograr el bien?

La pena de muerte no reduce delitos. 
En el texto que hemos citado -Reflexiones sobre la Guillotina- Camus narra (siguiendo un relato de Dickens) que, durante la decapitación de un carterista, numerosos carteristas robaban las billeteras de los macabros curiosos que habían asistido a la decapitación. En el estado de Texas, los robustos y duros sureños, que se jactan de no tener clemencia, estuvieron ansiando la muerte de Karla Kaye Tucker. Ella, a los 23 años, asesinó a golpes de pico a un hombre (Jerry Lyan Dean) y a su amante (Deborah Thornton). Pero ese acto no fue el único acto en la vida de Karla Tucker. Luego la encarcelaron, luego se entregó la pasión religiosa y, desde entonces, han transcurrido 14 años. Sin embargo, la siguen llamando "La Asesina del Pico". Lo que significa congelar a una persona en uno solo de los actos de su vida. Todos cometimos actos de los que nos avergonzamos. No nos gustaría que nos inmortalizaran en ellos, y nos endilgaran un apelativo que surgiera de allí. 

Por ejemplo: "El borracho del año nuevo de 1984". Una parte esencial de la grandeza del texto de Luigi Pirandello, "Seis personajes en busca de un autor", reposa en esta reflexión: el padre se niega a ser cosificado en uno solo de los actos de su vida. No niega la indignidad de ese acto, pero reclama que no se busque agotar en él su entera existencia. Es cierto que el acto de Karla Tucker fue un acto horrendo. Pero la dimensión de ese horror debe potenciar la generosidad de la justicia. Karla no es solamente la "asesina del pico". También es la mujer que se casó con un pastor evangelista. O la que leyó esmeradamente la biblia. O la que grabó videos contra la droga. O la que no quería morir. Karla es, también, todos, cada uno de los actos de su vida que realizó durante los años previos a su crimen y durante los años, los largos catorce años que le siguieron. Nadie es algo. O más precisamente: nadie es uno de los actos de su vida, por horrendo o santo que haya sido. Ningún acto nos define para siempre. Y en ese futuro se juega nuestra salvación o nuestra perdición. La pena de muerte niega la primera de las posibilidades.

Al matarla, el asesino es el Estado de Texas. Y sin atenuantes. Porque Karla asesinó una noche en que estaba estragada por el alcohol y la heroína, pero los duros justicieros de Texas la mataron con una frialdad y una precisión escalofriantes. Cargaron la inyección letal, clavaron la aguja en el cuerpo de Karla y- muy cuidadosamente- dejaron fluir el líquido de la muerte. Y luego, con macabra solemnidad, alguien la declaró muerta, declarando muerta la justicia en el estado de Texas.

Los estados del sur son estados de hombres duros. Gente que cree en Dios, en la familia, la propiedad y la ejemplaridad del castigo. Lo que nos lleva al papel del sacerdote en la pena de muerte. Es el que se acerca a la víctima para que ésta limpie su conciencia, se encomiende a Dios, entregue su alma, etc. Luego dice a los verdugos: "su alma está limpia". Con lo que limpia el alma de los verdugos. El alma del ajusticiado "Está en manos de Dios". El papel del sacerdote en la pena de muerte es tan indigno como el del médico en la tortura. El médico dice: "Todavía puede aguantar más". O dice "Llegó al límite". O dice: "Está muerto". El cura dice: "Su alma está limpia", les está diciendo "pueden matarlo". Está alivianando el alma de los verdugos. Es tranquilizador matar a un hombre que ya reposa, protegido, para siempre en el corazón de lo sagrado. Los verdugos, se dicen "Está en manos de Dios. Podemos sacárnoslo de encima sin culpa alguna". Dentro del drama que instala la pena de muerte el papel del cura no es -como suele creerse o se postula- auxiliar al condenado: es exculpar, tranquilizar a los verdugos.

Si alguien no lo cree así, hagamos la siguiente prueba: qué pasaría si ningún sacerdote aceptara confortar a un condenado en sus últimos instantes? Qué pasaría si ningún sacerdote aceptara incluirse en el macabro esquema de la pena de muerte? Los verdugos matarían en pecado. Sabrían que no depositan a sus víctimas en manos de Dios, si no que las arrojan sin piedad al infierno, en manos del Demonio, tal como en verdad desean hacerlo. Tal como los sacerdotes les ayudan a creer que no lo hacen.

 

"Persistir en la lucha por la GranTransformación del Perú"