Por Augusto Alvarez Ródrich
La política peruana está oliendo mal y es probable que la hediondez se quede por mucho tiempo debido a la revocatoria en marcha, al margen de si esta se concreta o fracasa.
El plan para defenestrar a la autoridad municipal de Lima no busca mejorar la ciudad –cuatro alcaldes en tres años es lo más alejado de ello– sino objetivos particulares que van a dejar una secuela cuyas consecuencias serán lamentables y difíciles de erradicar de la política peruana.
Para ello se han arrejuntado Alan García –y metido al Apra en la colada–, Luis Castañeda y la parte bruta de la derecha peruana –incluyendo un grupo de medios frustrado porque hace tiempo que no gana una elección–, aconchabándose en un combo achorado que será recordado por el daño que le produjo a la política nacional, algo por lo que deberán asumir su grave responsabilidad.
Este combo está tratando de romper la regla básica de la democracia de que el que gana limpiamente una elección debe terminar su mandato, salvo circunstancias excepcionales, como la de Alberto Fujimori en el 2000, cuando se constató que el Perú vivía en una corrupción mayor al promedio inaceptable de una sociedad que es demasiado corrupta. Esto se respetó, incluso, en circunstancias extremas, como en la segunda parte de los ochenta, cuando el primer gobierno de Alan García produjo, por su irresponsabilidad e impericia, un desmadre expresado en un colapso económico, político y moral que puso al país en el abismo.
El país fue generoso con García y le permitió terminar el mamarracho que lideró con tanto entusiasmo, y luego le dio una segunda oportunidad para que la historia no lo recuerde como el peor presidente del Perú.
Él no lo entendió así. En el 2004, marchó con la CGTP para tumbarse al gobierno democrático de Alejandro Toledo y, si no fuera por la patada en el trasero que le propinó a una persona con discapacidad, su intento pudo haber alzado vuelo. Hoy, repite el asalto, al chavetazo, aconchabado con Castañeda y la DBA, que no es contra Lima sino contra la democracia y la institucionalidad.
En vez del estadista en el que quiso convertirse en su segundo buen gobierno, García confirma con lo que hace que ha regresado al irresponsable de su primera administración.
La revocatoria es un instrumento constitucional, es cierto, que, sin embargo, debe ser revisado para que no sea mal usado, como ha ocurrido en varias ciudades, y que ahora se quiere consolidar en la capital, como chaira para el ajuste de cuentas, usando a Marco Turbio como sicario.
Lo que García y compañía han conseguido –al margen del resultado de la revocatoria– es emputecer aún más la política peruana, convirtiéndola en un gran prostíbulo en el que todo vale. Esto recién ha comenzado.