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POR NICOLE SCHUSTER
Desde
un punto de vista racional, el discurso sobre la democracia que los
Gobiernos occidentales difunden para justificar sus intervenciones militares
en otros países resulta esquizofrénico si lo contraponemos al desprecio
que esas potencias muestran hacia los civiles del país atacado. Y la verdad
es que los bombardeos aéreos masivos de Occidente contra la población y la
infraestructura civil de países subdesarrollados, que prefieren eligir su
propio modelo de desarrollo y no acatar de forma incondicional el
modelo neoliberal (como fue el caso de Libia y es el de Siria), invalidan la
teoría de los “demócratas” occidentales según la cual el pueblo es un
ente soberano y libre. Es decir, paralelamente a un discurso que vehicula la
idea de que occidente promueve valores democráticos, se está instaurando
la “democracia” en el mundo recurriendo a políticas hegemónicas
depredadoras así como pisoteando los derechos y la integridad física de
otros.
Sin embargo, esta contradicción entre práctica y teoría no es algo nuevo. Marca más bien la continuación de una tradición que ha demostrado y sigue demostrando que, en la democracia, el pueblo no necesariamente tiene el poder, y que democracia e imperialismo non son dos conceptos antitéticos puesto que, históricamente hablando, han cohabitado sin sufrir fricciones. Más aún, el imperialismo ha sido siempre el corolario de la democracia. Enfocar la democracia de manera racionalista y formal y pretender que los gobiernos demócratas deberían ser pacifistas procede por lo tanto de una posición discursiva científico-académica estéril que choca con el realismo occidental. En otras palabras, la política hegemónica de occidente es totalmente compatible con los modelos de democracia que hemos experimentado desde la Grecia antigua.
DEMOCRACIA E IMPERIALISMO
Aun
si es sólo con Tucidides(1) que
aparece el término imperialismo, que se define como “la
práctica por un Estado de colocar otros países bajo su dependencia”,
la política de Atenas en los siglos V y IV antes de nuestra era se
asemejaba mucho a esa descripción(2).
El poder de Atenas se sustentaba en su fuerza militar, marítima y en una
política de carácter diplomático-militar destinada a formar alianzas para
reforzar su influencia. Pericles(3),
el dirigente y estratega ateniense, encarnó esta línea política exterior
al consolidar el imperio de la confederación de Delos, que tenía por
objetivo la defensa, frente
al reino persa, de los intereses de Atenas ante todo y luego de los de las
ciudades que pertenecían a esa coalición. Éstas tenían una condición de
casi vasallas frente a la ciudad madre(4),
lo cual recuerda la posición actual de la mayoría de los gobiernos
occidentales para con Estados Unidos. Elegido democráticamente en catorce
oportunidades, Pericles era tan imbuido de sueños de gloria y de poder con
respecto a la ciudad democrática de Atenas que quiso convertirla en un
emblema de grandeza y de superioridad militar en el mundo. La precipitó por
lo tanto en la guerra del Peloponeso, de la que, un cuarto de siglo después,
Atenas salió exsangüe. Eso llevó Platón poco después a fustigar la
democracia y su empeño imperialista y marítimo que, según él, fueron los
promotores directos de la decadencia de Atenas(5).
Casi dos milenios y medio más tarde, el francés Alexis de Tocqueville(6), de condición aristócrata, se erigió en gurú y teórico supremo de la democracia en Estados Unidos. Su ideal de democracia no le impedía argumentar a favor de la política imperialista de Francia en África del Norte. Por el contrario, este supuesto gran amante de la democracia consideraba que la potencia francesa debía, para “detener el declive internacional que la afectaba (…) y contrarrestar las potencias marítimas y militares inglesa y española, poner pie firme en el continente africano” a fin de “transformar Argel en un puerto militar gigante a partir del cual se podrían lanzar operaciones destinadas a colonizar el territorio interno, a apoderarse del litoral y a controlar mejor el mar mediterráneo”. No importaba que, durante estas campañas “civilizadoras”, millares de autóctonos fuesen objeto de una represión despiadada y resultasen expulsados de su hábitat mientras se asignaba las mejores tierras a los colonos franceses(7). En efecto, para Tocqueville no había ninguna contradicción entre el Estado de Derecho (que Francia representaba) y los crímenes masivos cometidos por la potencia invasora, ya que, como afirmaba: “estos actos emanan de un Estado respetuoso de los derechos fundamentales para con los que considera como miembros de su comunidad nacional”(8).
O sea, Tocqueville no tuvo ningún reparo en hacer equivaler las nociones de Estado de derecho y de Estado colonial.
El trabajo teórico y las alabanzas de Tocqueville en cuanto al carácter puro de la democracia estadounidense le venían de perilla al Presidente Monroe(9) y justificaban la puesta en práctica de su doctrina hegemonista. De hecho, la doctrina Monroe(10), inspirada y elaborada por el secretario de Estado estounidense Quincy Adams, procede directamente de una voluntad expansionista, puesto que se inscribe en el contexto de los movimientos de independencia que se desencadenaron en las colonias españolas en el siglo XIX. Quincy Adams vio en la consecuente pérdida de control que sufría el imperio hispánico una ocasión para acapararse del mercado constituido por las nuevas repúblicas de América latina. Como se desprende de lo anterior, la doctrina Monroe nació del deseo de formalizar el protectorado de Estados Unidos sobre América Latina, la cual se convirtió en su patio trasero y, por ende, en la fuente de abastecimiento en materias primas de las industrias norteamericanas(11). En otras palabras, sólo se trataba de un cambio de cara en la escena geopolítica mundial, o sea del reemplazo de una potencia hegemonista (España) por otra emergente (Estados-Unidos).
Luego
de Monroe, varios presidentes(12) buscaron,
a través de su práctica política, ampliar el alcance de la Doctrina
Monroe al mundo entero. En una época más reciente, y al igual que sus
antecesores, el presidente Clinton se plegó fielmente al espíritu apostólico
del “destino manifiesto” que habita el imaginario colectivo de su país
desde su conquista por los pioneros calvinistas(13).
Clinton, al que se le atribuye la “doctrina de las guerras humanitarias”(14),
hizo recordar al mundo que Estados Unidos se considera un pueblo marcado por
el excepcionalismo, portador de una ideología bendecida por Dios, y cuya
misión sigue siendo la de “democratizar al mundo”. Enunció en sus
discursos de Estrategia de Seguridad Nacional tres objetivos que quedaron
vigentes a lo largo de sus dos mandatos, y que son la expresión de esta
vocación mesiánica, a saber: reforzar la seguridad de Estados Unidos para
contrarrestar toda agresión, promover la prosperidad interior gracias a la
apertura de los mercados internacionales, y ampliar la comunidad de naciones
democráticas. Para Clinton, el mercado constituye el núcleo central de la
democracia y, por tanto, de la política exterior estadounidense(15),
por lo que todo lo que va en contra del mercado va en contra de los
intereses norteamericanos. Ello significa que para paliar los obstáculos
que impiden la extensión del mercado neoliberal en el mundo, Estados Unidos
puede sin problema arrogarse el derecho de usar de la fuerza militar contra
los disidentes del capital.
Las guerras contra el “terrorismo” desatadas por Bush Junior y sus acólitos los neo-conservadores - y que siguen azotando el mundo - se inscribieron también dentro del marco de un proyecto misionario y “democrático”, pues se habló de “guerras de las civilizaciones”, del cristianismo contra el Islam, y de la reconfiguración de los países islamistas en un “gran Medio Oriente”(16) (cuyas fronteras casualmente engloban las regiones de recursos naturales estratégicos). Esta guerra liberadora resultó en la muerte de más de un millón y medio de civiles iraquíes(17), y de millares de desplazados que lo perdieron todo.
Hace pocos meses, la guerra liderada por Estados Unidos y la OTAN contra Libia, que involucró a varios gobiernos de Occidente dichos democráticos, fue lanzada con el discurso justificador de asistir a extraños “rebeldes” (cuya simpatía por Al Qaeda es hoy conocida) que lograron convertirse en el gobierno de facto del país libio(18). De manera insólita, este proceso democratizador de occidente y la OTAN de “ayudar a la población para que se instaure la democracia” se plasmó en la matanza oficial de más de 20.000 personas(19) sin contar las muertes no declaradas por el gobierno títere(20). Por otro lado, tampoco deriva de intenciones muy democráticas el proceso de guerra civil en Siria, que revela ser una repetición exacta de la modalidad de cambio de gobierno experimentada en Libia. Una fortuna que la presentación del veto sino-ruso de la semana última, en clara oposición a las resoluciones que Estados Unidos y sus lacayos quisieron imponer al régimen sirio, haya podido detener, en cierta medida, esta modalidad de guerra no-convencional. El rechazo sino-ruso permitió igualmente poner al descubierto asuntos que ya habían sido divulgados por la prensa informal pero escondidos por los medios oficiales, a saber que mercenarios a sueldo y tropas de élites entrenadas por occidente en Turquía y en las muy “democráticas” monarquías del Golfo arábico se habían infiltrado en terreno sirio y atizaban la “revolución”(21).
DEMOS Y KRATOS. LOS POSEEDORES DEL PODER.
Un
aspecto que abruma a muchos es que, en plena contradicción con el sentido
etimológico de la palabra “democracia” que daría al “Demos”
(pueblo) el derecho de ejercer el “Kratos” (poder), los gobiernos de
occidente muestran, a través de sus campañas belicistas, un profundo
desprecio por el rechazo que la mayoría de sus ciudadanos sienten hacia el
despliegue de operaciones militares contra países que ni siquiera los han
hostigados. ¿No es, preguntan algunos, que en la democracia los gobernantes
y representantes del pueblo deberían escuchar la voz y expresar la voluntad
de este último? Desgraciadamente, aquí también, la práctica política
revela que la enseñanza formal y la realidad son dos cosas diferentes. Más
aun, fundamentarse en la etimología del término democracia para insistir
en que el pueblo debería ser el único agente indicado para tomar
decisiones que atañen a su situación política y económica, es hacer
abstracción de la realidad. Porque, en cuanto fue instaurada, la democracia
ha encarnado un sistema representado por un número reducido de ciudadanos
que, dominando la escena política, decidían de la suerte del resto de la
población. Efectivamente, el marco organizacional de la sociedad griega
antigua en el que, por primera vez, se estableció la democracia, otorgaba a
los ciudadanos libres el poder de decisión política, excluyendo de esa
manera a la mayoría de la población - constituida
por esclavos - de toda participación en la vida cívica. Éstos últimos
eran considerados “instrumentos” en la estructura de reproducción
material de la sociedad al servicio de clase de ciudadanos libres. En el
tiempo del legislador ateniense Solon(22),
que siguió la línea de Dracón(23),
aun si se realizaron serias reformas que contribuyeron al desarrollo de la
democracia en la Grecia antigua, prevaleció un sistema oligárquico y, con
el, la presencia de diferencias de estado social que repercutían
directamente en el número y la constitución del grupo que participaba en
la vida política. Es así que, pertenecer a la clase de magistrados, sujeta
al sistema censitario, implicaba la necesidad de ser adinerado, ya que el
cargo no era remunerado. De tal manera que la aristocracia siguió asumiendo
las funciones de la magistratura.
Si bien Clístenes trató de nivelar esas diferencias de estatuto social, el derecho de ser “ciudadano” seguía siendo sumiso a severas restricciones, lo que limitaba seriamente la cifra de participantes en la vida política y aumentaba la de ciudadanos provenientes de capas acomodadas (24). De hecho, para acceder a la categoría de “ciudadano”, era menester ser residente de Atenas, de padres originarios de esa ciudad, encontrarse en la edad de ser soldado y estar en la posición de encargarse de la compra y del mantenimiento de sus armas(25). De esa manera, el principio de “isonomía” (igualdad), del que Clístenes se hizo el representante, se encuentra fuertemente mitigado.
Hoy en día, la modalidad de toma de decisiones en el régimen democrático no ha cambiado, pues se realiza a través de un grupo que representa al resto de la población. Es sólo la naturaleza de quien incorpora el poder que ha variado. En el mundo griego, era un grupo de ciudadanos libres que elegía representantes que servían sus intereses y que legislaba en nombre de todo un pueblo(26). En las democracias actuales, el modelo de votación y delegación es idéntico, salvo que aparece de forma mucho más clara que el poder de decisión transferido por vía electoral por los ciudadanos a sus representantes políticos termina por caer en otras manos. La legislación y las decisiones políticas que atañen al funcionamiento de los países del mundo, aunque parecen emanar de esos representantes designados electoralmente por el pueblo, son en realidad determinadas por las grandes corporaciones, las transnacionales y por organizaciones como el Council on Foreign Relations y The Trilateral Commission (fundada por Rockefeller)(27), los clubs de las élites mundiales representados por el grupo CFR (acrónimo de Carnegie-Ford-Rockefeller en Estados Unidos), Bilderberg en Europa, o la secta El Siglo (Le Siècle) en Francia(28), para citar sólo algunos. Esos grupos, al servicio de los cuales se ponen los gobiernos y representantes del pueblo apenas salen elegidos por la gente, representan un verdadero poder oculto que actúa desde las bambalinas y orienta la línea política de los gobiernos tanto en el Norte como en el Sur. Por lo tanto, si consideramos que la ideología occidental dominante ha logrado incrustar en las mentes que la democracia equivale al mercado, y sabiendo que las reglas del mercado son definidas por esos grandes grupos de poder, resulta lógico que la política de guerra global llevada a cabo en nombre de la democracia tenga por único objetivo la satisfacción de los intereses de esta elite neoliberal.
Además, si seguimos el pensamiento del historiador Tucidides, quien consideraba que “el tesoro federal es un elemento de la potencia de una ciudad” (29), tampoco debería sorprendernos que occidente, dominado por Estados agobiados por una deuda exorbitante que les asemeja a Republicas bananeras, busque por todos medios recuperar un poco de su autoridad a través del despojo de otros países, aunque ello signifique la pérdida de su credibilidad. La democracia occidental que se está extiendo a nivel mundial descansa en un sistema neoliberal que requiere de la dilatación sin fin de su mercado, es decir del cosmopolitismo, la globalización y de la aumentación de la mano de obra barata. En la época de la Grecia clásica, el Pseudo-Jenofonte(30)e Isócrata(31) denunciaron la nefasta influencia de la talasocracia y del régimen económico basado en el comercio en la sociedad. Afirmaban que el imperialismo es corruptor y mata a la democracia, dando lugar a la tiranía(32). Esta situación la estamos viviendo en la actualidad, en tanto el FMI flanqueado del Banco Mundial, el Pentágono con la OTAN a su disposición y la Casa Blanca se han puesto al servicio de la élite del capital mundial y, aunque representan a países occidentales en quiebra, se permiten definir la suerte de otros países(33) planeando guerras “liberadoras” que transgreden el derecho internacional. Como vemos, aquí no hay principios “civilizadores” que valgan, pese a lo que la prensa oficial quiera afirmar. La tradición polemológica en la que se inscribe occidente sigue siendo la de derrocar a gobernantes de pueblos militarmente débiles para someterlos a los dictados del modelo económico y político occidental.
Al final, como decía Roque Dalton, parafraseando a Clausewitz: “La guerra es la continuación de la economía por otros medios”, aun si los que la protagonizan pretenden que el comercio es el instrumento de la pacificación.