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La náusea
Eduardo Galeano
Las bombas inteligentes, que tan burras parecen, son las que más saben.
Ellas han revelado la verdad de la invasión. Mientras Rumsfeld decía: “Estos
son bombardeos humanitarios”, las bombas destripaban niños y arrasaban
mercados callejeros.
El país que más
armas y más mentiras fabrica en el mundo desprecia el dolor de los demás.
“Nosotros no contamos a los muertos”, contestó el general Franks, cuando
alguien le preguntó sobre los daños colaterales, como se llaman los civiles
que vuelan en pedazos sin comerla ni beberla.
Babilonia, la ramera del Antiguo
Testamento, merece este castigo. Por sus muchos pecados y por su mucho petróleo.
Los invasores buscan las armas de
destrucción masiva que ellos habían vendido, cuando el enemigo era amigo, al
dictador de Irak, y que han sido el principal pretexto de la invasión. Hasta
ahora, que se sepa, no han encontrado más que armas de museo, en muy desigual
combate.
Pero, ¿son armas de construcción
masiva los misiles gigantes que ellos disparan? Los invasores tienen a la
vista las armas tóxicas y las armas prohibidas: las están usando. El uranio
empobrecido envenena la tierra y el aire y los racimos de acero de las bombas de
fragmentación matan o mutilan en un área que va mucho más allá de sus
blancos.
En 1983, cuando
los marines se apoderaron de la isla de Granada, la asamblea de las
Naciones Unidas condenó, por abrumadora mayoría, la invasión. El presidente
Reagan, respetuoso, comentó: “Esto no ha perturbado para nada mi desayuno”.
Seis años después, fue el turno de Panamá. Los
libertadores bombardearon los barrios más pobres, fulminaron a miles de
civiles, reducidos a 560 en la cifra oficial, y eligieron al nuevo
presidente del país en la base militar de Fort Clayton. El Consejo de
Seguridad, casi por unanimidad, se pronunció en contra. Los Estados Unidos
vetaron la resolución, y se pusieron a trabajar en sus invasiones siguientes.
Las Naciones Unidas
aplaudieron esas invasiones siguientes, o silbaron y miraron para otro lado.
Y fueron las Naciones Unidas las que decretaron el embargo internacional contra
Irak, que asesinó mucha más gente que la guerra de Bush Padre: más de
medio millón de niños muertos, a confesión de parte, por falta de medicinas y
de alimentos.
Pero ahora, oh sorpresa, las Naciones Unidas se han negado a acompañar la nueva
carnicería de Bush Hijo. Para evitar que en las próximas guerras se repita
este episodio de mala conducta, me temo, no habrá más remedio que contar los
votos del Consejo de Seguridad en el estado de Florida.
No habían aparecido
los primeros misiles en los cielos de Irak, cuando ya se había cocinado el
gobierno de ocupación, democrático gobierno íntegramente formado por
militares de Estados Unidos, y ya se estaba haciendo el reparto de los despojos
del vencido. Todavía se sigue disputando el botín, que no es moco de pavo: los
fabulosos yacimientos de oro negro, el gran negocio de la reconstrucción de lo
que la invasión destruye...
Las empresas agraciadas celebran sus conquistas en las pizarras de la Bolsa de
Nueva York. Allí está el mejor noticiero de la guerra. Los índices bailan al
son de la carnicería humana.
En 1935, el general Smedley
Butler había resumido así sus tres décadas de trabajo como oficial de
marines: “Yo fui un pistolero del capitalismo”. Y había dicho que él
podía dar algunos consejos a Al Capone, porque los marines operaban en tres
continentes y Capone actuaba nada más que en tres distritos de una sola ciudad.
Y a mí qué tajada me
va a tocar, se preguntan algunos miembros de la coalición. Pero, ¿qué coalición?
Los cómplices de esta misión libertadora, que son cuarenta, como en el cuento
de Alí Babá, integran un coro donde abundan los violadores de los derechos
humanos y las dictaduras lisas y llanas. ¿Y desde dónde se ha lanzado
la cruzada? ¿Dónde están ubicadas las bases militares de Estados
Unidos? Basta con echar una ojeada al mapa: esas monarquías petroleras,
inventadas por las potencias coloniales, se parecen tanto a la democracia como
Bush se parece a Gandhi.
Es una alianza de dos.
Uno que crece, el imperio de hoy, y otro que encoge, el imperio de ayer. Los demás
sirven el café y esperan la propina.
Esta alianza de dos por la libertad del petróleo, que Irak nacionalizó, no
tiene nada de nuevo.
En 1953, cuando Irán anunció la nacionalización del petróleo, Washington
y Londres respondieron organizando, juntos, un golpe de Estado. El mundo
libre amenazado hizo correr la sangre y el sha Pahlevi, estrella de las
revistas del corazón, se convirtió en el carcelero de Irán durante un
cuarto de siglo.
En 1965, cuando Indonesia anunció la nacionalización del petróleo,
Washington y Londres también respondieron organizando, juntos, un golpe
de Estado. El mundo libre amenazado instaló la dictadura del general
Suharto sobre una montaña de muertos. Medio millón, según los cálculos que más
cortos se quedan. De cada árbol colgaba un ahorcado. Todos comunistas,
aclaraba Suharto.
El siguió matando. Le quedó el tic. En 1975, pocas horas después de
una visita del presidente Gerald Ford, invadió Timor Oriental y asesinó a
la tercera parte de la población. En 1991 mató, allí, a unos cuantos miles más.
Diez resoluciones de las Naciones Unidas obligaban a Suharto a retirarse de
Timor Oriental “sin demora”. El, siempre sordo. A nadie se le ocurrió
bombardearlo por eso, ni las Naciones Unidas le decretaron ningún embargo
universal.
En 1994, John
Pilger visitó Timor Oriental. Mirara donde mirara, campos, montañas,
caminos, veía cruces. La isla, toda llena de cruces, era un gran cementerio.
De esas matanzas, nadie se había enterado.
El año pasado, Ana Luisa Valdés
estuvo en Yenín, uno de los campos de refugiados palestinos bombardeados por
Israel. Ella vio un inmenso agujero, lleno de muertos bajo los escombros. El
agujero de Yenín tenía el mismo tamaño que el de las Torres Gemelas de
Nueva York. Pero, ¿cuántos lo veían, además de los sobrevivientes que
revolvían los escombros buscando a los suyos?
Las tragedias conmueven al mundo
en proporción directa a la publicidad que tienen.
Hay periodistas
honestos, que cuentan la guerra de Irak tal como la ven. Algunos, lo han pagado
con la vida. Pero hay periodistas disfrazados de soldados, que más bien
parecen soldados disfrazados de periodistas, que ofrecen versiones adaptadas al
paladar de las grandes cadenas de la desinformación globalizada.
¿Matanzas en los
mercados llenos de gente? Fueron bombas iraquíes. ¿Civiles muertos? Escudos
humanos que usa el dictador. ¿Ciudades sitiadas, sin agua ni comida? La invasión
es una misión humanitaria. ¿Resistieron algunas ciudades mucho más de lo
previsto? En la tele, se han rendido todos los días.
Los invasores son héroes. Los invadidos que les hacen frente son instrumentos
de la tiranía: los acusan de defenderse.
La mayoría de los
estadounidenses está convencida de que Saddam Hussein derribó las torres de
Nueva York. También cree, esa mayoría, que su presidente hace lo que hace
por el bien de la humanidad y por inspiración divina. Los medios masivos venden
certezas, y las certezas no necesitan pruebas. Pero el mundo está harto de que
una vez más lo obliguen a tragarse, cada día, los sapos de ese menú.
El país dedicado a
bombardear a los demás países, que desde hace añares viene infligiendo al
planeta una incontable cantidad de once de setiembres, ha proclamado la tercera
guerra mundial infinita.
El presidente, que no fue a
Vietnam gracias a papá y que sólo conoce las guerras de Hollywood, manda matar
y manda morir.
No en nuestro nombre, claman los
familiares de las víctimas de las torres.
No en nuestro nombre, clama la
humanidad.
No en mi nombre, clama
Dios.
Página/12 de Argentina - 10 de Abril de 2003
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